miércoles, 14 de julio de 2010

las tapadas limeñas

Perú: las 'tapadas' o cuando las mujeres en Lima se cubrían el rostro

Lejos del debate en Europa sobre la prohibición del velo islámico, el Perú revive el recuerdo de las 'tapadas', esas mujeres cubiertas con una falda larga y un manto o chal que escondía su rostro, primero como un símbolo de recato y luego para librarse de las rígidas normas sociales en siglos pasados.

Lejos del debate en Europa sobre la prohibición del velo islámico, el Perú revive el recuerdo de las 'tapadas', esas mujeres cubiertas con una falda larga y un manto o chal que escondía su rostro, primero como un símbolo de recato y luego para librarse de las rígidas normas sociales en siglos pasados.

La saya -una falda larga- y el manto una especie de velo-chal que abrigaba de la cabeza a la cintura inspiraron a pintores y escritores viajeros, y fueron considerados en el comienzo del siglo XIX como una vestimenta distintiva de la alta sociedad peruana.

Esa forma de vestir se inició en el Perú en el siglo XVI poco después de la conquista española. Era utilizada precisamente por la élite española.

Probable herencia musulmana de la España mora, tenía "un claro objetivo de cubrir, de proteger la honra de la mujer, de evitar la tentación", explica Alicia del Aguila, socióloga autora del libro 'Los velos y las pieles'.

Poco a poco la burguesía local y luego la clase media se apropiaron de la saya y el manto, que se convirtieron en un modo de escapar a la vigilancia de los hombres, de disimular el rostro, pero también el rango social, el color de piel, la edad o las marcas dejadas por la viruela.

Se trataba de vestidos que daban a quienes los usaban "una libertad superior a la de la mujer ordinaria", explica Del Aguila.

"En el siglo XVIII una mujer que salía sola a la calle era una mujer que trabajaba allí o una mujer de mala reputación", recuerda Jesús Cosamalón, historiador de la Universidad Católica de Lima.

Muy numerosas en Lima a comienzo del siglo XIX, las tapadas impresionaron a los observadores europeos, algunos admirativos y otros incómodos ante esta manifestación de afirmación femenina.

"No hay un sólo lugar sobre la tierra donde las mujeres sean más libres que en Lima", se entusiasmó en 1837 la feminista y socialista franco-peruana Flora Tristán.

Tristán -que años más tarde inspiraría una novela del laureado Mario Vargas Llosa- mostraba su entusiasmo de ver a las mujeres cubiertas, es cierto, pero libres de deambular, pasear... y jugar a la seducción.

El marido podía no reconocer a su esposa, flirteaba con una desconocida, transgredía... La Iglesia y la Corona española intentaron varias veces prohibir las tapadas. Había multas por vestir así pero no sólo fue inútil sino que de hecho la prohibición estimuló más esta usanza.

Varios relatos románticos adornaron la parte del misterio y la seducción. la tapada a lo mejor sólo dejaba ver un ojo, un zapato, a veces el talón o un poquito del brazo, " jugando al juego eterno de disimular y de dejar ver", subraya Del Aguila.

Al final fue la moda la que acabó con las tapadas. El boom económico del guano (excremento de ave usado como abono) en la segunda mitad del siglo XIX llevó al Perú a nuevas élites europeas que trajeron la moda parisina.

Además el fin de ese siglo se acompañó de un cambio en los códigos sociales, de una voluntad de controlar, de ver, agrega Casamalón, quien establece un paralelo con la generalización en la época del alumbrado público.

"Lo que era oscuro se percibía como peligroso, lo que estaba oculto como dañino", señala.

Para Del Aguila la historia de las tapadas muestra que "el alcance, la vida de una moda tiene que ver con el uso que hacen las personas a largo plazo".

El futuro del velo islámico, dentro de esa idea, dependerá "más de lo que hagan las futuras generaciones -posiblemente más laicas- que de una obsesión por legislar" sobre el tema, considera.

En una similitud que asombra con el debate actual sobre el velo, "las opiniones y tomas de posición en favor o en contra de las tapadas vinieron sobre todo del exterior, de autoridades o de observadores", hace notar Casamalón. "La única voz que no se oye es el de las usuarias".

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